Es sólo un niño, un pequeño niño vestido como todo un caballerito, lleva un elegante traje, diminuto, pero a su exacta medida; camisa blanca y floreada, lo propio de la época y la moda; zapatos brillantes, nuevos; pronto no le quedarán. Es un niño orgulloso y confiado, ha aprendido bien, mira con desprecio a sus sirvientes, a aquellos que le acicalan, le perfuman, le peinan. Su madre no lo hace, ella se ocupa de otras cosas... tampoco sabría cómo hacerlo. Aún así el niño ama a su madre, la ama porque satisface sus caprichos, la ama porque lo defiende de aquellos sirvientes ineptos: "El niño siempre tiene la razón", la ama porque le enseña una forma de ver el mundo en la que él es el rey. Su madre es la reina, y protegido bajo su falda está siempre seguro.
Es sólo un niño, tomado de la mano de su madre. Extraña la situación que obliga a ambos a cruzar a pie una sucia calle, calle andada por gente humilde, gente descalza. El niño siente asco, y siente cómo su madre también lo experimenta. Imagina la mugre pegándose en sus zapatos nuevos; casi puede ver el polvo que cubre su brillo.
Un joven baja por aquella misma calle guiando con ambas manos un carro, una caja de madera con ruedas, llena de botellas de muchos colores y diferentes formas, el carro está repleto y pesa mucho, pero el joven está feliz, pagarán bien por ellas. Baja por la calle y captura su mirada el único y primer amor de su vida, una lavandera, una muchacha de piel oscura y brillante por el sudor...
En un descuido afloja el carro y éste rueda calle abajo. Su rostro cambia en un segundo, sus dientes de ocultan, su corazón salta al vacío y una sensación horrible de vértigo le envuelve en un instante. Ve sus brillantes botellas zarandearse dentro del carro sin control. No lo podrá alcanzar. Siente pena. Escucha el vidrio chocar en cientos de tonos y formas distintas. Escucha las ruedas de madera crujir contra el empedrado, y escucha un grito y un golpe, y las botellas quebrarse contra el suelo.
Ve una mujer en un vestido de seda tirada sobre las piedras, en medio de la calle, el vestido está manchado de sangre y sucio. Ve a un pequeño niño que la abraza y llora, y grita. Ve como el niño levanta sus ojos llenos de lágrimas hacia él, ve en su expresión un rostro desfigurado por el odio.
Nadie puede sostener semejante mirada; su miedo se convierte en pánico y huye.
De pronto, no hay nadie en la calle, nadie quiere ser testigo, nadie quiere ser cómplice, nadie quiere ser acusado. El niño y su madre están solos. La madre siente sus heridas, siente la sangre corriendo por ellas, siente varios trozos de vidrio aún incrustados, siente debilidad. Pero no habla, no llora, no grita, es demasiado digna, demasiado orgullosa... demasiado débil. Tapa su boca con una mano, aprieta los dientes. Cubre una herida con la otra mano, pero la sangre fluye por las otras.
El niño tiembla y aprieta la mano de su madre y grita. "Madre! Qué hago, madre!" Pero ella contrae los labios, cierra los ojos ocultando su dolor y dejando escapar sólo unas pocas lágrimas. El niño recorre en su memoria todo lo que sabe, todo lo que ha visto, lo que ha escuchado, cualquier cosa que le indique qué hacer. Salta a su mente entonces una escena.
El está escondido tras unas cortinas que separan una gran cocina de un pequeño cuarto en penumbra. Dentro están una sirvienta y su hija, y una perra parturienta. La perra va expulsando de su cuerpo unos bultos sanguinolentos con pequeñas extremidades y bastante chillones, la sirvienta les pasa una toalla y se los da a su hija, ésta los pasa a la perra. Al final, la perra los lame enteros y parece que así los limpiara y los acariciara. Madre e hija están contentas. La perra acurruca a sus cachorros cerca de su estómago. El niño siente estupor, pero admira la armonía aparente.
El niño recuerda esta escena a la vez que siente cómo su madre pierde toda fuerza. Se inclina sobre ella, desesperado limpia sus heridas con su propio vestido y luego... las lame. Siente asco, siente el reflejo de escupir, de vomitar. La sangre es tibia, y espesa, y sabe a hierro, o a tierra, o a medicina, pero las lame creyendo que así ya no sangrarán.
El tiempo se vuelve lento, la sangre sigue fluyendo pero no tanto, el tiempo pasa y la sangre para. El niño sonríe, su boca, sus mejillas totalmente embarradas; él también está sucio. Mira el rostro blanco de su madre y toma otra vez su mano; está helada.
El adivina que aquel cuerpo ya no tiene vida, que de algún modo se ha transformado en una masa de carne en una cocha de sangre, pero no quiere creerlo y se acuesta sobre su vientre y solloza con amargura hasta dormirse.
Autor: Daniel Ajoy
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