Seven Seconds

Octubre 6, 1994

Hacía frío, a pesar de no haber oscurecido hace mucho. Ella pensó entonces en cuánto disfrutaría estar acurrucada en un sillón en su casa bebiendo té. Su mente voló en el tiempo a un pasado no muy lejano en donde ella y Daniel tomaban té en una pequeña mesa, se sujetaban las manos, se sonreían, y soñaban, y hacían promesas sin temor, dibujándose un futuro ideal. Ella se permitió producir una pequeña sonrisa en su propio rostro; luego la borró pensando que nadie la veía: Daniel no estaba ahí. Maldita sea! Maldito Daniel! Ya era tarde, demasiado tarde; ya había oscurecido.

Apoyada sobre la baranda del pequeño puente ella miraba las luces de la ciudad, tal vez miles de luces. Cientos de miles de personas, cientos de miles de extraños. Daniel, un extraño más. Malditas su falsas promesas, malditos sus complejos y su silencio.

Eran apenas dos años de matrimonio. Todo se había deteriorado tan sutilmente que era ya imposible detenerlo. Ahora Daniel estaba inmerso en un mundo mezquino, un mundo oscuro para ella, e inaccesible. Daniel estaba sumido en sí mismo, y en esa maldita máquina. Ella estaba desesperada; ya había agotado todos sus recursos. Excepto el último, éste. Y ahora éste también había fracasado.

El río corría muchos, muchos metros bajo el puente. Su turbio caudal evacuaba el agua de la cuidad, su torrentoso sonido se escuchaba aún a la altura del puente entremezclado, sí, con el rugir de muchos autos de una autopista más arriba. El camino del puente estaba olvidado. Ella estaba sola. Ayudada por esta intimidad trepó sobre la baranda con cierto esfuerzo y del pequeño borde saltó sin pensarlo mucho más. Saltó de frente, pero en el aire giró media vuelta, cerró los ojos, los labios, cruzó los brazos sobre su pecho apretando los puños. Cabeza abajo empezó a contar "uno, dos, tres, cuatro, cinco". El final debía estar muy cerca; no pudo contener un gemido. "seis, siete..." De pronto sintió el agua y luego el fondo contra su cabeza. Eso fue todo.

De inmediato, él se da cuenta que algo es diferente. De entre los cientos de diminutos signos que se proyectan sobre la pantalla, él distingue uno titilante de color rojo, lo cubre con el cursor, y lo expande. Al instante un formato de carta llena el área, es una carta dirigida a él, es de su esposa. Muy, muy extraño. Sospechoso.

Él empieza a leerla y encuentra en ella los mismos argumentos de siempre, expuestos con un poco más de vehemencia, un poco menos de coherencia, pero los mismos. Él no encuentra en aquellas palabras lo que busca. Ahora sólo se entristece un poco más porque ella todavía no le entiende. Ella simplemente no parece poder amarlo como él desea. Luego, ya por el final, descubre la desesperación de Viviana, su avasalladora angustia por entenderle y su intolerable soledad. Aprende lo que lo que ella intentará hacer hoy, y el sólo pensarlo le sobrecoge. La última carta de la baraja. Él se pregunta cómo ocurrió que las cosas llegaron a este extremo. Cómo es que su necedad se había sedimentado sobre su sincero amor por ella. Mira el reloj y ve que es muy tarde: anochecerá pronto. Ruega, mientras prorrumpe fuera de su casa, por que llegue a tiempo para impedir lo que más teme en el mundo.

Daniel llega al puente, llega tarde. Llega para ver sobre la baranda un cuerpo desaparecer en el agua, dejando atrás un círculo de espuma blanca. "No!!" grita y golpea el pequeño muro con el puño, abriéndose una herida. "Si hubiese tardado un segundo menos, todo... todo hubiese sido distinto". "Un segundo... un segundo hizo toda la diferencia" "Un segundo, qué pequeño, que breve... un segundo"

"Un segundo" se cuela por las grietas de su conciencia quebrada. Cargado de la vil del dolor "un segundo" ahoga su inteligencia, descompone sus recuerdos, sofoca su voluntad. Locura.

Y es que, a pesar de que los eventos se van preparando, las razones se van reuniendo, la ira se va acumulando, la esperanza se va perdiendo... la decisión se toma en un segundo, la acción ocurre en un segundo, la vida se extingue en un segundo, y alguien queda... en un segundo mutilado... incompleto.


Autor: Daniel Ajoy

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