The yellow - cloaked woman

Creada entre Mayo y Junio de 1995
A Viviana.-

Cada año que pasa admiro más al Tiempo. Mi cuerpo es lento ahora, no como antes; no como antes. Se me van los años y se van llevando mis reflejos, mi fuerza. El Tiempo los toma y corre más rápido. Pasan los años y me van dejando recuerdos, plácidos recuerdos. El Tiempo fluye; siempre, en el reloj, parece que los últimos granos de arena caen más rápido. Y ahora, aquí junto al fuego se me ha ocurrido que no desearía terminar mis días sin antes contar la historia, mi rosario de recuerdos, cada cuenta un recuerdo; pienso ahora rezarlo para que la historia no se olvide.

Todo comenzó un día en que me encontraba junto al fuego como ahora. Veía las llamas tostar la carne de un pequeño animal, mi alimento, mientras el humo de los leños subía entre las hojas secas de los árboles. Era un Otoño hace mucho tiempo. Era una tarde tranquila y fresca, y yo estaba sentado fuera de mi cabaña a un lado del camino que cruzaba el bosque.

Miraba las flamas y miraba mi pequeña presa y me preguntaba si su espíritu albergaba tristeza o alegría al ver su carne cocida y pronto devorada por mí, cuando empecé a escuchar el sonido tenue de los cascos de un caballo. Con el tiempo el sonido acrecentó y se materializó en una vaga sombra. La sombra se fue acercando y llegué a ver la silueta de un jinete montado en un majestuoso corcel, un jinete cubierto con capa y capucha de tela limpia y color amarillo.

"Alto! mi señor, buenas tardes" dije incorporándome al acercarse más la figura.

"Buenas tardes, lamento no obedeceros pero debo marchar hasta el anochecer" me contestó una voz extraña aun más cerca.

"Alto mi señor! Yo lo lamento más porque nadie pasa por aquí sin detenerse a elevar una plegaria por mi hermano y mi maestro so pena de perder la vida" repliqué interponiéndome en el camino de la figura montada.

Al momento la figura desmontó, mas no se detuvo, y entonces escuché: "Creéis que podéis quitarme la vida?" en un tono calmado, pero sorprendido, y con cierta fascinación.

"No os conozco, pero yo a mí sí. Os juro que si no os detenéis de inmediato mediremos fuerzas y más temprano que tarde sacaré en claro si hice bien en preveniros... o debisteis voz" dije mientras sostenía mi arma entre las manos.

Entonces la voz extraña contestó: "A decir verdad pocas han sido las personas que se han interpuesto entre mi y mi destino y todas han pagado caro su vanidad. Tu desafío realmente me tienta, quisiera ver como una caña parte mi espada, pero traigo prisa y no acabo de decidir qué será más ágil: si acabar con vos u orar por aquellas gentes".

"Es una vara de bambú y, en esta materia consejo no puedo dar. Mas os aseguro que si lo primero escogéis no seré yo quien detenga la contienda, primero caeré" repuse.

Entonces la figura se detuvo y, de entre sus ropas levantó una brillante cimitarra para luego abalanzarse sobre mí. El movimiento fue preciso y cegadoramente veloz. Mi movimiento fue preciso y escasamente más veloz, con él logré desviar su golpe tal como se me fue enseñado. Mi atacante dio un traspié e inmediatamente se detuvo. "Ahora os creo" dijo luego de pasar un momento, hizo una venia y guardó la cimitarra bajo su capa. Luego añadió "Cuál debe ser el motivo de mis plegarias?".

De haber proseguido el combate no podría asegurar su resultado final. Frente a mí se encontraba el oponente más formidable que hasta entonces conocía. Y todo esto lo descubrí con ese único golpe, y con esa única pregunta. Mi respuesta fue: "Mi hermano perdió el juicio, pide al Padre que se lo devuelva, y pide compasión del Padre para él, y pide perdón para sí mismo". "Mi maestro perdió la vida, pide al Padre que se la devuelva. Su hora no había llegado todavía". "Seguidme".

Entonces dirigí al guerrero hasta el lugar donde había enterrado el cuerpo mi maestro y lo dejé solo. Volví a la fogata e ingerí mi comida. Pasó el tiempo y el guerrero no volvía; presentí que sus plegarias a mi favor ya habían terminado; presentí que eran sus propias preocupaciones y peticiones las que entonces se elevaban hacia el Padre. Terminaba de apagar el fuego cuando, al mirar al cielo, presencié la aparición de la primera estrella de la noche; pedí me deseo y entonces apareció la figura.

Le dije: "Está anocheciendo. No encontraréis resguardo hasta el final del bosque. Porqué no os quedáis. Sed mi invitado".

Mirando las cenizas esparcidas que quedaban en el suelo respondió: "Aprecio vuestra invitación mas no puedo aceptarla. Mi diligencia es urgente y la noche es clara. Todavía no hace tanto frío. Cabalgaré aun por algunas horas. En verdad debo agradeceros por haberme dado un descanso a mi peregrinación". Y montando ágilmente en su caballo se alejó con paso lento. Aun más lento que con el que llego, como si tuviese que llegar a un sitio al que realmente no deseara ir.

Yo me quedé al borde del camino mirándolo alejarse y me preguntaba qué sería aquello que el llamaba 'su diligencia' y qué lo había entristecido; porque en realidad algo le había sucedido al cruzarse conmigo que le había embargado de una gran tristeza. La respuesta obvia era 'yo', 'yo' le había sucedido. Y entonces yo también me entristecí.

Aquella noche, en mis sueños, no dejé de escuchar aquella extraña voz llamando mi nombre una y otra vez. Las escenas de la tarde se repetían una tras otra en orden y desorden: la cimitarra amenazándome, el sonido de los cascos de corcel, el humo filtrándose entre la hojas de los árboles, la estrella luminosa, y cada frase que ambos pronunciamos flotando en el aire. Todo enlazándose y desatándose hasta que no pude más.

Me levanté, me vestí con ropas para un largo viaje, monté en Tarish mi yegua y cabalgué el resto de la noche tras la sombra de aquel individuo.

Tarish fue por mucho tiempo anterior mi única compañía. Era una yegua negra, más negra que la noche, y fuerte, muy bien alimentada, y veloz. Su nombre expresa algo que un instante se ve y al siguiente ya no, como un relámpago, o una flecha, o un pez sobre el agua. Era mi costumbre llevarla a recorrer el bosque. No comprendo cómo fui tan necio de confinar a aquel espíritu inquieto a los límites de la foresta. Aquella madrugada Tarish inició su liberación.

Al amanecer llegamos al poblado pero ni amigos ni extraños habían visto ni escuchado hablar de un jinete en capa amarilla. Nadie sabía de quién hablaba. Luego de preguntar en las posadas locales y a los comerciantes a la vereda del camino decidí volver.

Regresamos al bosque y empezamos a recorrerlo hacia adentro. Pronto encontramos que huellas del corcel blanco se habían apartado del camino y se perdían entre los árboles. Tratamos de seguir el posible sendero con tal suerte que no fue difícil descubrir al corcel atado a un árbol, sus alforjas en el suelo, una manta extendida.

Súbitamente me vi desmontado y caminando sin aparente dirección pero definitivamente dirigido por un impulso. Como si fuese aspirado por un aliento más fuerte que mi razón. Y más súbitamente aún me encontré frente al tronco de un árbol grande deshojado por el viento, y en la base, miles de hojas de todas tonalidades de amarillo, y entre ellas el guerrero escondido en su capa y su capucha, encogido y sollozando.

"Os pasa algo, mi señor" le pregunté acercándome un poco más, y repetí "Os pasa algo". Mas el guerrero no contestaba, como si hubiese perdido el nexo con este mundo y divagara en un infierno propio. Me acuclillé frente a él con la intensión de hacer que me viera y así traerlo de vuelta al mundo real. Fallé en mi intento al encontrarme con una profunda sombra: la capucha escondía su rostro de tal manera que ni un solo detalle de éste se apreciaba. Luego de un instante de vacilación vencí mi temor y me arriesgue descubrir su cabeza.

Lo que en aquel momento descubrí no lo podrían describir ni mil palabras. Frente a mí se presentaba el rostro de mujer más hermoso y delicado sobre esta tierra. Sus labios eran rojos, y sus mejillas lustrosas bañadas en lágrimas, sus negros ojos eran dos senderos directos a la esencia de la femineidad misma, y ahh, su cabello, su pelo era como los nidos de pequeñas aves: de muchos tonos y bien marcados, sus cabellos iban desde el blanco hasta el negro, pasando por el amarillo y el café, tan finos y alineados en ondulaciones que daban al rostro un marco perfecto y luego caían sobre los hombros como dos cascadas.

La mirada seguí perdida y las lágrimas seguían brotando. Al mirar esto, una necesidad, un deseo inmenso me invadió y la besé en la boca. Poco a poco la fui incorporando hasta que ambos quedamos de pie con nuestros labios tocándose y mis brazos alrededor suyo. Nunca, en toda mi vida, sentí o volví a sentir aquella sensación. Entonces descubrí que en la tierra existen muchas fuerzas en acción y que es imposible que alguien sea testigo de todas. Yo me consideré dichoso por haber experimentado aquella sola.

Quería seguir sintiendo aquello eternamente, pero entonces otra fuerza empezó a imponerse hasta que inexplicablemente solté mis brazos y liberé su cuerpo. Entonces me quedé mirando su ojos y en ellos vi su conciencia caminando hacia mí, hacia afuera. De pronto, cuando ella ya se encontraba frente a la ventana de sus pupilas, parpadeó. Y volvió a parpadear. Y luego me quedó mirando y abrió los ojos mucho, mucho. Y pasó su lengua por sus labios. En un santiamén se rostro se transformó.

Debí haber adivinado, los signos eran evidentes, pero es que yo no me encontraba en la actitud apropiada. Súbitamente levantó ambos brazos en puño y los giró sobre su pecho de derecha a izquierda, para luego lanzarlos contra mis pulmones. Recibí el golpe y entonces cometí mi segundo error: agache la cabeza, y mientras lo hacía vi venir justo hacia mis ojos una patada que tampoco pude evitar. Lo siguiente que sentí fue mi espalda chocando estrepitosamente contra el suelo.

El dolor exterior no era tan intenso como el que sentía en mi orgullo herido. Hasta entonces pensaba que no tenía orgullo, que no era una persona orgullosa; pero de pronto había sido vencido por una mujer, y yo no había tenido oportunidad de responder. Luego pensé que aquella dama era el mismo personaje que el día anterior había demostrado cualidades dignas de un caballero del rey. Entonces ya no me sentí tan mal y de un salto y un mortal, me incorporé.

Corrí tras de ella que ya se alejaba dándome la espalda. "Deteneos, por favor! Deteneos!" gritaba, pero ella seguía delante con paso rápido. Con el tiempo, al pensar sobre esta escena, concluí que aunque yo no hubiese corrido, ella, en cualquier caso hubiese esperado por mí.

Corrí desesperadamente hasta alcanzarla. Y luego, ya estando junto a ella, caminando junto a ella, no supe qué decir, solamente caminé a su lado, no sin cierta dificultad para mantener su paso; y la observé. Ella sólo parecía prestar atención al sendero, pero aunque su rostro tenía ahora un carácter severo, determinado, en el fondo de sus ojos se veía una nueva chispa, una esperanza renacida.

Llegamos donde ella había acampado, y sin prestarme atención, dobló y guardó su manta y subió otra vez las alforjas al corcel. Yo, la miraba desde el otro lado del animal. Al terminar apoyó ambos codos sobre su lomo y se reclinó sobre él. Mirándome me dijo: "Sabéis, debo matar un dragón".

Aquella declaración me dejó perplejo. Supuse que la hacía para ahuyentarme. Con el tiempo concluí también que exteriormente eso deseaba, pero aquellas palabras habían venido desde adentro y habían sido pensadas un largo rato.

Luego de haber meditado un instante sonreí sólo un poco y pregunté: "El dragón, ... es muy grande?". La réplica vino de inmediato y un tanto violenta. "Sí es MUY grande. Por qué preguntáis?".

"Porque si es verdad lo que decís, y tomo tu palabra por verdad, y además el dragón es uno grande, entonces seguramente habéis perdido el regimiento que comandabais, y en tal caso podría ayudaros a encontrarlo" respondí muy seriamente.

"No os burléis, estoy sola como lo estuve desde mi partida. Mi diligencia es mi propia iniciativa...". La interrumpí. "Mi diligencia? Mi diligencia? He oído de vos más de una vez aquella expresión, por lo que me contáis, 'tontería' sería un mejor término".

Ella contestó irritada "Que no os engañe mi gran paciencia con vos, ni toméis por confidencias mis palabras. No he llegando tan lejos para que un plebeyo ose calificar libremente mis acciones. Si combate queréis no tenéis más que pedirlo, con gusto os cortaré la lengua". Con estas palabras revertió las mías: me sentí como un tonto aun antes de acabar de oírlas. Bajé la cabeza, y hablando al suelo dije: "Lamento haberos ofendido. En verdad he hablado sin pensar. Lamento no haber colegido que tanta belleza debía ser compensada con nobleza de sangre... y de espíritu. Podría saber vuestro título para poder referirme a vos con propiedad".

Ella, con aire de complacencia contestó: "No hay necesidad. El hecho de haber contendido ya dos veces nos acerca sólo lo suficiente para que os diga mi nombre, mas cual es el vuestro primero?".

Con estas palabras terminaba de aturdirme: un instante me ataca, un instante me tienta: una rutina sin acero perfectamente ejecutada. "Sirel" pronuncié; he hice una venia. "Mará" escuché y otra venia acompaño el sonido.

"Basta de indulgencias, Sirel, no sé que os ha motivado a seguirme pero os aconsejo que no lo hagáis más, volved a tu cabaña para que yo pueda continuar mi camino".

"Tú buscáis tu destino, eso me dijisteis: nada se interpone en tu camino, recordáis. Dejadme buscar el mío mi señora".

"Buscadlo entonces, pero no me sigáis, no sabéis a que peligro os enfrentáis de hacerlo" dijo ella, y la entonación de sus últimas palabras llevaba una gran carga de preocupación.

"Sabéis," contesté "anoche soñé con vos. Soñé que gritabais mi nombre, que me llamabais".

"Lo que soñéis o dejéis de soñar no me incumbe. Los sueños... sólo sueños son." replicó en primera instancia; luego sintió lo débil de aquel cimiento y sacudió la cabeza como para evitar ver como las aguas de sus sentimientos crecían al otro lado. Luego dijo: "Además, mi cuenta con vos ya ha sido saldada" y me hizo recordar mi derrota de antes.

"Mi destino es con vos, mi señora. Lo sé porque... solamente lo sé. Además cualquiera, solo, contra un gran dragón... no me parece una pelea justa."

"Nadie dijo que fuese a ser justa. Sólo deberá ser. Si a pesar de lo que os he advertido, todavía decidís acompañarme, realmente no puedo evitarlo. Sólo una cosa os pido: no me llaméis 'mi señora', no soy vuestra señora, ya os dije cual es mi nombre".

Así empezó pues mi peregrinación a través del país y más allá. En compañía de Mará sentí por vez primera arena de mar bajo mis pies y vi delfines haciendo arcos sobre el agua, uno tras otro, veloces sobre el agua, veloces bajo el agua; y creí oír sus risas a la distancia.

Pero eso fue muchos días después de aquel. Luego de abandonar el dominio salimos al poblado. Allí gasté muchas de las pocas monedas que tenía y compré cosas que creí necesarias para el viaje, entre ellas una montura nueva para Tarish. Mará no me esperó y tomó ventaja, pero la volví a alcanzar cerca del portón de salida, justo para presenciar como la gente se agolpaba para ver y hablar de aquel misterioso personaje encapuchado. Lo mismo ocurría en cada asentamiento de gente que cruzábamos y entre los murmullos que escuchaba al pasar varias veces distinguí frases como: "los jinetes del Sol y la Luna", "del día y la noche", "la misión secreta que llevan" y otras cosas que me hacían reír, por lo menos interiormente.

No eran del todo antojadizas las descripciones que la gente nos hacía. Pronto me di cuenta que se basaban principalmente en los colores que Mará y yo vestíamos; Mará siempre con su capa amarilla y su corcel blanco, Dilen se llamaba; y yo, de cuero negro, camisa blanca de algodón y un saco largo de tela ligera de color gris claro a plena luz del Sol, pero mas bien plateado el resto del tiempo; y por supuesto, contaba a la azabache Tarish.

Mará dirigía y yo precedía. Cabalgábamos, pues, por senderos hechos por hombre y por bestias, tanto en la espesura como en las planicies. A veces debíamos desmontar por lo difícil del terreno. Otras veces montábamos y volábamos sobre nuestros corceles. Dilen siempre iba en la delantera porque él guiaba; pero aunque apretaba el paso y se esforzaba por dejar atrás a Tarish, nunca lo logró. Tarish igualaba su tranco al de él y guardábamos exacta distancia. Ambos, ella y yo, entendíamos nuestra mutua situación.

El Otoño pasó apacible. En aquel tiempo, cada sitio nuevo al que arribábamos estaba marcado por sus signos: el color marrón omnipresente, y el café, y el amarillo. Aun el Sol era más tenue, cubierto muchas veces con un delgado velo de nubes vaporosas, las cuales se deshacían en pequeñas lloviznas matinales. El viento era continuo aunque más bien moderado; delicado, pero constante.

Entonces despertamos un día y todo estaba diferente. El color del cielo había cambiado; el aire estaba más pesado, más húmedo, y más cálido. Grandes nubarrones cubrían el firmamento. El gris cubría todo ahora.

Aquel día se hizo corto, quizá porque aclaró tarde y oscureció temprano, o quizá porque no logramos disipar nuestras mentes del estado de somnolencia que a todos nos dominaba aunque los truenos retumbaban frecuentemente.

Al anochecer, alcanzamos una arboleda muy tupida, aunque las ramas de los árboles estaban casi desnudas. Estas se entrelazaban unas con otras, en lo alto de los troncos, de uno y otro árbol. Por un instante tuve la impresión de que era un grupo de gigantes petrificados justo el momento en que jugaban a la ronda.

Decidimos pues, ingresar en la arboleda ya que el viento arreciaba y afuera no teníamos ningún resguardo contra el amenazante temporal. Tomamos las bridas de nuestros caballos y caminamos hasta el sitio que creímos estaba más protegido y seco. Allí tratamos de acampar.

Pronto el cielo empezó a desplomarse en cántaros de agua y látigos de fuego, y el sonido que producían al caer era como la ovación de una multitud de millones. Sorpresivamente el ambiente se trastrocó volviéndose inconsistente y helado. Nuestros caballos estaban atados al mismo tronco y ya se habían colocado uno junto al otro mientras la lluvia mojaba sus crines.

Yo estaba sentado sin parar de tiritar y me preguntaba si Mará también desearía compartir su calor conmigo tanto como yo con ella cuando por detrás y sobre mi hombro escuché, entre todo el ruido, su dulce voz diciendo: "Está bien". Pensé que aquel sonido era solamente el eco de mi deseo, pero al regresara a ver allí estaba ella, de piel blanca, y entumida como yo, pero con una pequeña sonrisa en los labios y guardando aún aquel aire de dignidad. Así no acomodamos contra un árbol, yo detrás de ella, su espalda contra mi pecho, mis brazos abrazando los suyos, ambos cubiertos por su capa amarilla. Tratamos de dormir.

Narraré ahora el sueño que aquella noche tuve. Vi una pequeña hoja de muchas puntas dando vueltas flotando en el centro de un estanque de agua mágica, agua con pequeñas chispas luminosas. Llegó entonces al estanque mi maestro, con una larga cabellera blanca y una túnica que lo cubría hasta los pies. Se arrodilló, tomó agua del estanque y la miró mientras se le escurría entre las manos. Tomó más agua y la bebió. Luego miró el agua del estanque que se aquietaba. Y mientras lo hacía, su reflejo se iba dibujando sobre ella. Pero él ya no era él, sino un ave, un búho.

Entonces me acerqué a la fuente y el búho giró su cuello hacia mí y penetrando mis ojos con los suyos dijo: "Regresé". Me acerqué más, pero el búho tomó vuelo y en el aire volví a ver sus ojos, y escuché: "Sal de aquí!".

Al instante desperté y percibí un ruido peculiar, diferente al de la lluvia. "Fuego!". "Mará, fuego! El bosque se quema!". Tomé a Mará por el brazo y la levanté. Desatamos los caballos que relinchaban y saltaban asustados. Empezamos a abrirnos paso entre las brazas y el humo asfixiante. Detrás de mí venía Mará, aunque varias veces la perdí de vista entre los árboles, y entre mis lágrimas. Al menos la escuchaba toser a corta distancia. "Mará, estoy aquí! Mará! Mará!" gritaba sin parar para que pudiera seguirme.

Pronto encontré una salida y grité: "Tarish, sal que aquí, corre!", le di una palmada en la grupa y entonces regresé por Mará y Dilen. Salimos casi arrastrándonos y a pocos pasos nos dejamos caer. Estábamos muy magullados y jadeábamos tratando de recuperar nuestro aliento.

Al principio pensé que el causante del incendio había sido un relámpago. Mientras todavía luchaba por contener mis impulsos por toser y trataba de incorporarme descubrí la verdadera causa: una mancha negra enorme cruzaba el cielo. Me sequé las lágrimas con la manga y entonces vi la cabeza, las alas, el cuerpo y la larga cola de un monstruo todo negro, excepto por un brillo en su pescuezo. "Mirad!" dije a Mará, alzando mi brazo al cielo; pero ya no estaba. Se había ido.

A la mañana no quedaba nada. La hermosa arboleda, todos los gigantes hermanos, el trabajo de levantar de la nada a aquellas esbeltas criaturas silenciosas, llenas de vida, que tanto tiempo le había costado a la Naturaleza, todo... destruido. No quedaba ni un solo árbol en pie, sólo troncos ennegrecidos y humeantes todavía.

Me llené de tristeza y rabia, y pensé en lo horrible que se vería mi bosque destruido así, entonces no pude contenerme y grité "No!" y golpeé la tierra con mis puños, y maldije a aquella endemoniada cosa del cielo. Mará se acercó y puso su mano sobre mi hombro, y dijo: "Aquel monstruo... es Shará. Aquel monstruo es mi destino".

"Hice bien en seguiros, Mará, ahora me es claro cuál es el mío" contesté mirándola desde mi postración. Entonces recordé lo pernicioso de la ira desmedida, recordé a mi hermano y a mi tutor, e hice mi mejor esfuerzo por recuperar la serenidad. Me puse de pie mirando la arboleda frente a mí, de un extremo al otro, muy lentamente, muy lentamente, fijándome en cada detalle de destrucción, como si intentara grabarme aquella imagen, como para no olvidar que tenía una deuda. Mará puso sus brazos a mi alrededor y también miró la terrible escena.

Los animales que lograron escapar se habían ido ya, los que no lo lograron ya estaban muertos; o eso creía, porque justamente al terminar mi observación en el límite derecho, vi salir de detrás de los troncos calcinados un ave volando veloz. Dio un rodeo planeando la mayoría del tiempo y aleteando un par de veces con fuerza cuando era necesario. "Es un búho" dije al acercarse más, y le extendí mi brazo. De inmediato se posó sobre él.

Se trataba de un búho pequeño, pero adulto, de plumaje todo blanco y de ojos verdes. Tenía grandes párpados, los cerraba muy lentamente y los abría rápido. Luego de mirarnos a ambos con esos grandes, increíbles ojos emitió aquel sonido propio de estas aves: aquellas dos notas tan sonoras y profundas.

"Nunca había visto un búho así" dijo Mará dándole un vistazo más de cerca. Contesté: "Yo... tampoco". En ese instante recordé mi sueño pero lo mantuve en silencio. También en aquel instante se reinició la lluvia, abundante pero tranquila. Y mientras el vapor se levantaba de los leños esparcidos aún encendidos, Mará y yo nos dedicamos a aprovechar el agua del cielo lavando las manchas de carbón de nuestros corceles y las nuestras propias. A medio día dejamos aquel lugar y encaminamos hacia la Costa. El búho, que luego llamamos Ben, por sugerencia de Mará, decidió viajar con nosotros como yo lo había supuesto. En aquella jornada al mar hice muchas preguntas sobre Shará. Mará me habló así:

Shará es el dragón que busco matar. Shará es un monstruo despiadado de ojos rojos y cuerpo negro, a excepción de aquella banda verde alrededor del cuello, la cual según la creencia popular, es el collar que la bestia rompió al escapar del Infierno y del mismo Demonio. Cada cierto tiempo, Shará ataca nuestras ciudades, más no, no las ataca con fuego como visteis. Se dice que Shará es sólo el cuerpo depositario de mil almas de condenados al Averno, mil almas que escaparon de allí con Shará, mil almas dañinas, perversas, podridas.

La noche en que Shará vuela sobre nuestras ciudades cosas extrañas ocurren. Hay gente que escucha carcajadas y blasfemias, amenazas, insultos, y quién sabe qué más. Las víctimas siempre son gente dormida, rica o pobre. Niños y adultos, mujeres y hombres, ninguno vuelve a despertar. La enfermedad que los aniquila se manifiesta en convulsiones y contorsiones y hematomas en todo el cuerpo.

Los hombres se sacuden cual hojas sobre el suelo cuando el viento las arrastra. Las mujeres saltan horizontales frenéticamente sobre sus camas, moviendo las caderas. Lo más desesperante son los gritos apagados: los labios de los afectados siempre están cerrados, ellos parecen no poder abrirlos hasta que perecen, entonces su cuerpos se relajan y sus labios se abren y muchos sólo alcanzan a decir "Shará". Por eso "Shará" nos es equivalente a "muerte".

Shará ataca cuando le place, mas siempre a oscuras, siempre cuando es muy difícil avistarlo; y cuando se logra hacerlo y se da la voz de alerta ya es muy tarde, ya muchos han caído en desgracia. No hay defensa. Shará vuela tan alto que las flechas no lo alcanzan. Y cuando ha descendido para vomitar fuego sobre los arqueros las flechas han sido inútiles: su piel está cubierta de escamas impenetrables.

Cuando finalmente me pareció que Mará había terminado pregunté: "Mará, por qué creéis que Shará destruyó la arboleda? Creéis que sabe de nosotros?". Mará, cabalgando adelante giró rápidamente su cuerpo a mirarme. "No digáis eso." dijo muy seriamente y un poco aturdida, "Si Shará sabe que lo busco.. todas mis esperanzas, todas nuestras posibilidades se anulan. Si no lo sorprendemos, si no lo matamos mientras duerme, no tendremos oportunidades en absoluto".

"Entonces, por qué la destruyó?" insistí. Mará no volteó esta vez, pero la escuché: "Porque era hermosa?" como una amarga sugerencia.

Pensaba todavía en lo horripilante de aquella idea, y en la maldita suerte de Shará de habernos matado aun sin quererlo, cuando súbitamente hice la otra pregunta que me intrigaba y tanto temía hacer: "Mará... sabes a dónde vamos?". Luego de varios instantes de silencio respondió: Hace mucho tiempo emprendí este viaje. Vos veis que soy mujer, no es así?... Mas hoy me respetáis. No recibía tal trato cuando vivía en palacio. En palacio era tratada como un infante, como una inválida. Siempre subestimada no podía tan si quiera vestirme sola. Mi padre nunca tuvo primogénitos, 'la muerte' alcanzó a mi madre cuando era todavía una niña.

Un padre sobreprotector es peor que la mejor celda de los calabozos; pero aun esa celda tiene una rendija por la que se filtra la luz. Por suerte estaba Bénedor, mago y maestro de espadas, al servicio de mi padre. El me comprendió y me educó en el arte del combate.

Mientras más crecía, Bénedor conversaba más a menudo con mi padre sobre la necedad de tratarme como una ostra con su perla; así no iba a evitar que eventualmente Shará me tomara también. Llegó el día en que mi padre no pudo soportarlo más y lo expulsó del reino.

Un día entré en la torre de Bénedor y la encontré toda vacía, sólo él permanecía allí mirando por la ventana. Sin regresar a verme dijo cuanto lo lamentaba, cuanto lamentaba dejarnos, cuanto lamentaba haber hecho a mi padre elegir entre vencer su terrible miedo y su amistad por él, cuanto lamentaba haber perdido. Pero también me contó un secreto, me dijo donde encontrar a Shará, me dijo: "Shará vomita fuego, Shará sorbe nafta en el fondo pantanoso de un valle sin laderas, al sur, muy al sur de aquí, no hay mapas que indiquen el sitio".

Le pregunté porqué entonces no lo informaba a mi padre. Mi padre ya lo sabía, como lo sabían todos sus caballeros. Pero hubiese sido una tontería marchar contra aquel sitio; Shará vendría sobre ellos y con su fuego simplemente los asaría como a puercos. Tampoco ningún grupo de caballeros, ni caballero solo, se atrevía siquiera a intentar acercarse a Shará encubierto.

Yo era una niña todavía. Bénedor tomó mi cabeza con su mano, entrelazó sus dedos en mi cabello, se arrodilló, y mirándome a los ojos me dijo: "Sé que vos iréis, sé que trataréis de matar a la muerte. Si no hubiese sabido que nada os detendría desde el principio, no os hubiese enseñado lo que sabéis. Solamente os pido: esperad, esperad hasta que cumpláis edad, hasta que crezcáis y estéis preparada". Se lo prometí, y con esas palabras y un beso en la frente se despidió. "Ya me veis ahora". Mará terminó.

Varios días después estábamos ya muy cerca del mar, del océano. Yo nunca lo había visto, pero había oído hablar de él, había leído sobre su magnificencia y su hermosura, y me fascinaba. Fácilmente empecé a descubrir los signos de su proximidad. El suelo era arenoso, sobre el crecían pequeñas plantas verdes que se sujetaban entre sí por tallos también verdes y sus largas raíces; así formaban pequeños tapetes sobre la planicie de arena. Aquí y allá entre las dunas se levantaban altas palmeras, y palmeras cortas y más generosas en sombra.

Era casi medio día y, aunque el Invierno ya había llegado, el Sol se encontraba en lo más alto, brillante y caluroso. Ni Mará ni yo queríamos detenernos en aquel semi - desierto; pero, conforme pasaba el tiempo, e indicios más claros de la cercanía de la playa no se presentaban, decidimos hacer un alto bajo la sombra de una de aquellas palmeras para mojar nuestras cabezas y beber el agua de alguno de sus frutos.

Vi como Mará, con todo desenfado usaba su lustrosa cimitarra para abrir de un tajo los cocos. Mientras la limpiaba y la volvía a envainar recordé las circunstancias en que había visto aquella filosa hoja por vez primera. Pensé que, de no haber sido tan veloz como fui entonces, quizá hubiese tenido la misma suerte que aquella fruta. Abrimos varias y con ellas saciamos nuestra sed y la de nuestros corceles. Ben no se encontraba a la vista.

Pensando en Ben y en mi maestro, que me había enseñado la destreza necesaria para enfrentar aquel ataque, me aventuré entonces a contar a Mará mi sueño mientras ella, sentada en la sombra me escuchaba. "A la mañana siguiente como voz visteis también, Ben apareció de entre los escombros. En realidad ambos tienen un gran parecido, pero a pesar de tratarse de un parecido tan obvio es también algo más sutil y general... No estoy seguro de poder expresarme de mejor manera" acabé por decir.

"Os entiendo, Sirel, y me causa gran sorpresa porque entonces tendríamos más en común que nuestro destino pues para mí Ben es Benedor, de alguna manera... de alguna forma. lo es. 'Ben' no es azar es mi recuerdo hecho nombre. Aquellos ojos, tan extraños, tan fuera de lo común, tan parecidos a los de Bénedor, no solamente en color, sino también en... reflejo, me hablan con su voz y me dicen "Estoy aquí, estoy aquí!" cada vez que los miro. Y en realidad no escucho nada, pero sé que Bénedor me mira por detrás de ellos.

Luego no fue difícil suponer que Bénedor había sido mi maestro, aunque mi hermano y yo nunca le llamamos sino "Maestro". Quién más podría haberle enseñado a Mará a vencerme. Quién más podría haberme enseñado a defenderme de ella. "Ataque, defensa". "El Sol, y la Luna".

Entonces se me ocurrió algo, y al instante en los ojos de Mará vi saltar la misma chispa. Desenvainó su sable y simultáneamente yo descrucé mi vara de su lugar detrás de mi espalda. Mará hizo girar su arma cual molino a su costado mientras me miraba directamente a los ojos, luego la cruzó por encima de su cabeza haciéndola descender por su otro costado imprimiéndole más potencia en un movimiento muy similar al que hizo en el bosque con los puños.

Recordé esto al instante y sin pensarlo salté sobre ella, por encima de ella, para caer en mis puños, enrollándome y levantándome de inmediato. Al no escuchar el sonido del acero incrustándose en el tronco de la palma me di la vuelta para verlo venir lateralmente hacia mi cuello. Mará había girado una vuelta y media. A la media vuelta yo había estado en el suelo, por debajo de su cintura. A la vuelta y media me agaché, pero esta vez, delante de mí coloque la vara: la patada quedó bloqueada.

Por cada avance que ella pensaba y ejecutaba, yo realizaba el movimiento que lo nulificaba, y cada intento por aprovechar esa nulificación era utilizado en mi contra para propiciar un nuevo ataque.

Aun al calor del combate en la arena descubrí que nuestro desempeño semejaba una danza, algo inofensivo, algo planeado y harto repasado. Luego de varios intentos más ambos nos convencimos que en realidad éramos como las dos diferentes caras de una moneda. Éramos el complemento exacto de la misma técnica, del mismo arte.

El combate se detuvo, por supuesto, y un largo silencio lo sucedió. Comprendía, al igual que, supongo, lo hacía Mará, que éramos parte de un gran plan, un plan tal vez más grande que Bénedor mismo; y esto me llenaba de asombro y admiración, pero también de incertidumbre: no estaba seguro de poder llevar el plan a buen término.

Al regresar a la palmera, monté a Tarish; Mará montó a Dilen y seguimos la marcha. Al poco rato apareció Ben en el cielo y descendió sobre nosotros para posarse sobre el hombro de Mará. Ambos volteamos a verlo, pero él no a nosotros. El búho, tenía su mirada fija en la dirección de la playa.

Conforme avanzó aquella tarde, nubes negras se agruparon en el cielo. Así, mi primera visión del mar fue en un fondo gris, casi negro, casi al anochecer. Desmonté. Frente a mí se encontraba la obra más grandiosa de la Creación. No pude evitar sentirme diminuto ante aquella inmensidad. El agua ocupaba todo el espacio frente a mí hasta el lejanísimo horizonte. Agua en movimiento, agua viva, como un ser adormilado, pero inmensamente poderoso; como un dios. Me dije: "He aquí otra fuerza, otra maravillosa fuerza de este mundo".

Me senté en la arena y Mará se sentó a mi lado hombro a hombro. Me quedé mirado las olas, pequeñas dunas de espuma blanca a lo lejos; se elevaban y descendían; se formaban y desvanecían; luego rompían en tumbos y se desparramaban en la arena mojada, y luego se retiraban como una doncella retira su mano para evitar un beso.

Miré a Mará, observé su hermoso cabello, tan cerca, observé su rostro gentil y sus facciones, y esa leve sonrisa dibujada en sus labios que anunciaba: "Estoy viva y me alegra". Tomé su mano y le di un beso. Ella regresó a verme y entonces pregunté: "Queréis bañaros?". Ella asintió, aumentando aquella sonrisa. Descargamos a nuestros corceles y los dejamos libres, nos quitamos las ropas y caminamos al mar, muy despacio, tomados de la mano.

La arena acarició nuestros pies cansados por la larga jornada y luego el agua, tan fresca, tan limpia. Mojamos nuestros rostros ardidos por el Sol de aquella mañana. Tomamos agua entre los dedos y con ella hicimos la Señal de la Cruz. Luego nos atrevimos a entrar más y nos zambullimos. Saltando las olas nos bañamos.

Al observar aquel rostro, aquel cuerpo, aquel cabello mojados sentí una inmensa alegría. "Dios es tan bueno... ", pensé "que manifiesta su belleza infinita entre nosotros los humanos".

Empezó a llover, así que salimos para evitar que nuestra ropa y alforjas se mojaran. Y mientras caminábamos a la playa el agua de lluvia lavó la sal de nuestras cabezas y nuestros cuerpos. Mará se cubrió con su capa, yo con mi sacón.

Mirando hacia el mar, a nuestra derecha se levantaba un gran peñón. Alforjas al hombro, nuestras ropas entre los brazos, encontramos una cueva suficientemente grande. Encendimos una lámpara y descubrimos que el interior era mucho mas amplio que la entrada. Era perfecta, estaba seca, era alta, y hasta tenía ramas secas lavadas por el mar y traídas hasta aquí por una oleada, tal vez.

Encendimos una hoguera y nos secamos juntos frente a ella. Luego entró Ben, planeando por la entrada, aleteando al aterrizar cerca de fuego, sacudiendo su plumaje blanco. Comimos algo que teníamos guardado y después escuchamos a Tarish y Dilen relinchando bajo la lluvia, pidiendo entrar. Los ayudamos a cruzar hacia adentro y luego los cepillamos mientras conversábamos.

"Contadme sobre vuestro maestro, Sirel", comenzó Mará. "Qué deseáis saber? Si él es Bénedor, entonces ya lo conocéis." repliqué.

"Eso fue hace largo tiempo, la gente cambia. Contadme,... contadme como lo conocisteis." insistió. Entonces comencé desde el principio.

Mi padre siempre vivió en el bosque, con mi madre. Yo no conocía otro sitio sino cuando él me llevaba en su carreta al pueblo a vender leña, lo cual no ocurría muy a menudo de todas maneras. En aquel entonces tal vez tenía... cinco años.

La mayoría del tiempo lo pasaba con mi hermano jugando entre los árboles, jugando a ser caballeros del rey montados en grandes corceles, salvando doncellas y matando a los malos con nuestras espadas de acero. Cuando no jugábamos, explorábamos buscando animales: liebres, ciervos, serpientes. Mi hermano era un rastreador experto. Le admiraba tanto.

Asufel era mayor a mi... tres años más o menos. A pesar de eso yo siempre le ganaba a las carreras, no sé cual era la razón, yo era más pequeño; solamente corría más rápido. Siempre me enorgullecí de ello.

Un día, mientras cenábamos, en la ventana apareció un hombre delgado pidiendo alojamiento. Nos dimos un gran susto, parecía un fantasma. Apareció repentinamente y sin que nadie le oyera llegar.

Cuando mi padre se tranquilizó trató de explicarle que nosotros no solíamos hospedar forasteros; pero el hombre, del modo más sereno arguyó que se encontraba muy hambriento y que estaba dispuesto a cambiar su yegua "Tarish" por unos días de alojamiento, y algo de comida. La yegua era en verdad un gran ejemplar, pero estaba casi tan desnutrida como su dueño. Aun así, mi padre se dejó convencer, más por su buen corazón que por la pobre ganancia que parecía reportarle aquel trueque.

A la semana se había ganado la simpatía de todos, a más de haber ganado algunas libras también. Siempre elogiaba los guisos de mi madre. Ayudaba a mi padre a cortar los árboles para la leña y en la tarde, cuando mi padre salía a venderla, pasaba mucho tiempo con nosotros contándonos hazañas de caballeros, leyendas, y describiéndonos bellos sitios que decía haber visitado, entre ellos, el mar.

Poco tiempo después mis padres salieron al pueblo con ocasión del casamiento de la hermana de mi madre, pero nunca volvieron. Fueron atacados por bandidos, y asesinados.

Aquel hombre cuidó de nosotros desde aquel entonces. Mi hermano y yo le empezamos a llamar 'maestro' porque nos enseñaba cosas, muchas cosas: sobre el bosque, los animales, y las plantas; cómo cocinar; cómo comer como los nobles, con esa elegancia; muchas cosas. Lloramos mucho, mi hermano y yo, por mi padre y mi madre; pero nuestro maestro nos dijo que seguramente estarían en el cielo. Luego tuve un sueño en el que los vi a ambos, juntos, felices, cubiertos por una luz bellísima, diciéndome: "Estáis en buenas manos". Asufel tuvo el mismo sueño.

Así que nuestro maestro nos siguió cuidando, y protegiendo, y enseñando por muchos años. Es extraño, con el tiempo 'maestro' se convirtió en un nombre como 'Sirel' o 'Mará', ya no era un título. El se convirtió en mi padre, le quería muchísimo. No ocurrió lo mismo con Asufel. Por alguna razón, él no pudo aceptarlo como sustituto de mis padres y cada vez se alejó más de él... y de mí.

Asufel encontró amigos, no muy buenos, nada buenos: salteadores. Ellos mataron a mi maestro. Debió haber sido un accidente, un desafortunado momento; mala suerte para mi maestro, y muy mala suerte para Asufel. El perdió el juicio y huyó. "Sabéis adonde?" pregunté a Mará. Ella contestó encogiendo los hombros e inclinando ligeramente la cabeza. "Aquí", me contesté, "a la Costa". Me daba cuenta que "la Costa" era un lugar muy extenso, pero aun así tenía la esperanza de encontrarlo.

Acabamos de acicalar a Dilen y Tarish, los acomodamos y nos dispusimos a dormir. Se trataba de la primera vez, en largo tiempo, que pasábamos la noche en un lugar tibio y acogedor. Este era un sitio especial, lejos de todo y de todos, y sin embargo, en aquel momento tenía todo lo que podría haber deseado.

Desenrrollé mi petate sobre la arena y me acosté sobre él, mientras Mará atizaba el fuego. Miraba el techo de la cueva con los brazos sobre la cabeza; pensaba en Mará, en la dicotomía entre su fortaleza interior y su suavidad externa, entre la frialdad de su razonamiento y el escondido ardor de su corazón. Entonces escuché su voz y regresé a ser consciente.

"Seguís despierto" repitió. Me senté lentamente y asentí. "Queréis un poco de té" continuó sosteniendo en su mano una taza de la que brotaba vapor. "Bromeáis, amo el té" sonreí sorprendido. Es una de las cosas que aprendí de Maestro. De pequeño me encantaba beberlo y pretender que era noble" aseguré. "Es eso verdad?" preguntó Mará fascinada. "Pues ahora podéis pretender nuevamente".

Se arrodilló a mi lado y sosteniendo mi cabeza me dio de beber. Pensé que me quemaría pero no fue así. Aquel sabor me recordó muchas cosas gratas. Cuando me di cuenta, Mará ya había puesto la taza a un lado y, con los ojos cerrados, acercaba sus labios a los míos. Me besó y fue recostándome sobre el petate nuevamente. Se colocó sobre mí y muy lentamente se fue deshaciendo de la ropa que yo todavía llevaba. Entonces me volvió a besar y con sus besos recorrió toda mi piel transportándome a otro mundo. Luego sólo pude sentir sus cuerpo sobre el mío, la presión y el placer.

Al día siguiente, todo me parecía un sueño, un sueño alucinantemente hermoso. Entonces tuve un pensamiento que me sobresaltó, pero de inmediato salió de mi memoria su tierna voz y escuché: "No os preocupéis: el té". Fue algo muy peculiar porque asociada a aquella voz no venía ninguna imagen, solamente aquellas palabras en el espacio vacío; dudo que de otra manera me hubiesen dado más alivio.

Era muy temprano en la mañana, y Mará ya se había levantado y vestido. Los caballos ya estaban afuera y Ben ya había regresado de su cacería nocturna. Me vestí y, mientras me lavaba el rostro, entró Mará. Preguntó "Dormisteis bien?". Contesté "Muy bien". No me atreví a hacer ninguna alusión sobre la noche anterior. Ella no la hizo. Además, en aquel momento todavía pensaba que había sido demasiado hermoso para haber sido real.

Montamos rápidamente las alforjas y empezamos a cabalgar por la playa. El Sol debía empezar a levantarse sobre el mar detrás de las nubes blancas que cubrían todo el firmamento. Todo el día se mantuvo el Sol escondido creando un ambiente fresco, con una suave brisa proveniente del mar.

Esta vez cabalgamos casi juntos, casi, cuando Mará me dijo: "Anoche... no me contasteis como aprendisteis a hacer todas esas piruetas". La primera palabra hizo saltar mi corazón hasta la Luna, luego sonreí. "Ah, esa es otra historia." comenté "La acrobacia? La acrobacia la aprendí de un duende al que ordené enseñármela luego de adivinar su nombre... ". Así comenzamos nuestra cabalgata entre el agua y la arena.

A los pocos días comenzaron a asomar pequeños pueblos de pescadores. Yo me afanaba preguntando a cuantos se cruzaban con nosotros si había entre ellos un extranjero llamado Asufel. Pronto, Mará adoptó también mi causa y, al llegar a un asentamiento, nos separábamos preguntando aquí y allá por mi hermano. Luego nos reuníamos otra vez en la playa.

Nadie sabía de él. O tal vez no nos lo decían. Quizá pensaban que queríamos hacerle algún mal; o simplemente era gente sencilla que no quería inmiscuirse en los asuntos fuera de su incumbencia. De cualquier modo, luego de media docena de paradas estábamos a punto de perder la esperanza cuando andando lentamente por la arena divisamos frente a nosotros mucha gente congregada, al parecer celebrando alguna clase de ceremonia. Todos vestidos con ropas sencillas, raídas, pero limpias, la mayoría blancas, pantalones y faldas largas.

Al llegar al lugar, los concurrentes descendían por la playa precedidos por un anciano vestido de túnica blanca y cinturón de cuerda morado. Inmediatamente detrás de él le seguía una pareja, hombre y mujer de mediana edad. La mujer llevaba un bebé en brazos. Cruzaron frente a nosotros prestándonos poca atención.

Mará y yo nos detuvimos mientras el hombre en túnica, el sacerdote, se introducía en el agua hasta un poco menos que su cintura. Su atuendo mojado flotaba al vaivén del mar. Solamente la pareja le siguió hasta adentro, las demás personas sólo avanzaron hasta mojar sus pies descalzos. Escasos diez pasos separaban los unos de los otros.

El anciano extendió sus brazos al bebé y la mujer lo desenvolvió de su manta y se lo entregó desnudo. El sacerdote tomó al niño adecuadamente, miró al cielo, miró la criatura y le sumergió un instante, un instante tan breve que el bebé solamente se aturdió mínimamente, mas no lloró. Seguramente sentía que no estaba amenazado.

La congregación no pudo menos que hacer una exclamación general de ternura y sonreír entre ellos. Al regresar a ver a Mará, ella también sonreía.

Luego el niño fue devuelto a sus padres y arropado nuevamente. Los cuatro caminaron hacia afuera. Todos volvieron a cruzar frente a nosotros, menos ordenados que en un principio, aglomerándose sobre la pareja y el bebé, dándoles sus felicitaciones.

Nos disponíamos a reiniciar la caminata cuando, fugazmente, escuché de una de las mujeres que hablaba con la madre: "... es un alivio al menos." y luego dirigiéndose a la criatura con voz acorde: "Pero, no os gusta vuestro nuevo nombre mi nené, no os gusta vuestro nombre Asufel. Qué os pasa? Porqué tan inquieto? que lindo nené; Asufel, que lindo nombre os han puesto".

Giré de inmediato, desmonté y caminé hacia el padre que estaba más asequible. "Buenos días señor" saludé. "Muchas felicidades... eh... me pareció haber escuchado que vuestro hijo, desde hoy, lleva el nombre de Asufel? Es eso cierto?". El hombre, un poco extrañado, contestó con cierta renuencia: "Así es mi señor 'Asufel' es correcto". De inmediato agregué: "Puedo preguntaros los motivos por los que habéis escogido aquel nombre?".

"Vuestra pregunta es extraña, mas no tengo por qué esconderos la respuesta. Mi hijo se llama Asufel en honor a un hombre que me salvó la vida hace poco, él se llamaba Asufel" contestó.

"Le conocéis", pregunté.

"Le conocí ciertamente, un hombre sereno, taciturno, pero laborioso y fuerte; sereno claro está, luego de haber...". "Luego de haber qué?" interrumpí apresurado. El hombre contestó con aire pensativo: "Si no lo sabéis, tal vez ya no convenga que lo sepáis". Entonces yo mismo me respondí: "Luego de que recuperó la cordura?". El hombre me ratificó "efectivamente", mirando al cielo y tornándose su voz repentinamente triste. Al observar esto, yo también bajé el volumen de mi voz. "Le ha pasado algo? Ha partido?"

"Eso no os puedo decir sin antes preguntar quién sois voz. Por qué preguntáis por él?".

"Mi nombre es Sirel, y soy hermano de Asufel. Pregunto por él por que lo busco, porque es mi hermano y estaba perdido. Ahora, tened a bien indicarme que ha sido de él".

"Efectivamente partió, Sirel, mas si preguntáis por el cuerpo os diré que está allí,..." contestó el pescador, levantando el brazo hacia el mar. "y si preguntáis por el espíritu os diré que seguramente está allá... " y entonces levantó más el mismo brazo, encima del horizonte, hacia el cielo cubierto, "sobre aquellas nubes, mucho más alto".

Aquella noche el pescador nos invitó a Mará y a mí a su hogar. Nos alimentó y alojó, en gratitud a lo que Asufel había hecho por él y su familia. "Es poco," dijo "infinitamente poco, comparado con sacrificar una vida por otra". Mientras estábamos sentados a la mesa con él, su esposa, y su pequeño niño, él nos contó.

Un par de semanas atrás el día amaneció oscuro, como si Dios hubiese echado un velo negro sobre el Sol. Aquel día, Elena, mi esposa, me dijo "No salgáis ahora, quedaros, esposo mío", pero pensé: "mi hijo come todos los días, sin importar el clima", así que salí como siempre.

Asufel era de algún modo mi ayudante. Ustedes dirán: "Quién es éste que hasta ostenta servidumbre!", pero os digo que fue Asufel quien me pidió, quien me rogó, trabajar conmigo. Nadie había aceptado su propuesta, todos temían que en un instante volviera el antiguo Asufel, el desquiciado; que de pronto se pusiese a gritar o a llorar, como solía hacerlo; pero eso nunca ocurrió, el agua de mar le curó para siempre.

Al amanecer salíamos a lanzar las redes. Con su ayuda recogía el doble de lo que recogía solo y era buena compañía durante el día en la canoa. Luego de desenredar las redes, al anochecer, simplemente se despedía cordialmente y caminaba llevando un par de pescados a su cabaña; vivía un poco apartado, pero no tan lejos.

Aquel día, encontré a Asufel esperándome afuera. "Por qué el retraso?" preguntó. Contesté "Elena, que teme por mí en esta oscuridad". Recuerdo que él rió un poco, pero se quedó mirando al cielo y al mar con malos ojos.

Al medio día, el cielo empezó a tronar y oscureció sólo un poco más, pero el agua estaba quieta y la pesca era abundante, así que nos quedamos.

Al atardecer recogimos las redes por última vez y entonces empezó a llover y el viento, de repente, arreció. En un momento el panorama se transformó; como si el mismo Dios hubiese cortado por debajo la red que contenía una tormenta. Asufel, de inmediato, empezó a remar, mientras yo tenía la tarea imposible de achicar el agua, las olas y la misma lluvia amenazaban con inundar, en unos instantes más, la barca.

"Asufel!" grité "Lanzad la pesca mar. Lanzadla pronto!". Así, ambos nos ocupamos en tirar todo al agua, tratando de aminorar el peso, y mantenernos a flote. Estaba enfrascado en mi tarea y tratando de controlar mi miedo a un inminente naufragio que no me di cuenta que, al perder el lastre, la barca se volvió inestable; y, en un golpe de mar, se inclinó tanto sobre un costado que ambos caímos al mar.

En el agua, el pánico me invadió paralizando mis miembros. Sabía además que los tiburones, tormenta o no tormenta, aprovecharían sin recelo aquel festín gratis. No los veía, pero creía sentirlos entre mis piernas mientras luchaba por mantener mi cabeza sobre el agua y nadar hacia la pequeña embarcación. Con cada nuevo latido de mi corazón mis esperanzas disminuían, cada brazada que daba la barca parecía alejarse diez, cada vez que gritaba "Auxilio!" tragaba una nueva bocanada de agua salada. Supe que no tenía oportunidad así que decidí darme por vencido lleno de tristeza, pensado en Elena y en mi hijo, Asufel.

Empezaba a hundirme cuando vuestro hermano me tomó con un brazo, tiró de mí hacia arriba y me arrastró nadando hasta la barca; luego me ayudó a subir. Mas en el instante en que le daba yo la mano para ayudarle, un par de mandíbulas enormes, llenas de dientes le envistieron desde abajo y le tragaron en un par de mordidas. Yo le vi, y le oí gritar "Dios mío!" como nunca oí gritar a nadie. No tengo dudas que Dios le oyó.

Me quedé un momento inmóvil, pensando qué podía hacer por él, pero pronto me di cuenta que ya nada era posible, y que sólo mi vida entonces podía ser salvada; así que bregué y bregué por la costa buscando entre la lluvia alguna luz que me indicara qué dirección tomar. En la playa habían encendido una gran hoguera bajo las palmeras para poder guiarme. Lo único que recuerdo después es la tibieza de las lágrimas de mi mujer en mi mejilla.

Así terminó la historia el pescador; en un profundo silencio apretando la mano de Elena de quien habían vuelo a brotar aquellas lágrimas.

Al día siguiente partimos, agradecidos de la generosidad que habían tenido el pescador y su esposa. Ellos nos aseguraron que éramos nosotros quienes les habíamos dado una gran alegría al poder compensar de alguna manera las bendiciones que mi hermano les había brindado. Nos invitaron a quedarnos por algunos días más para que descansásemos, pero ambos, Mará y yo nos rehusamos amablemente. Sabíamos que si nos deteníamos, tal vez no volveríamos a emprender la marcha. Ninguno quería tener demasiado tiempo para pensar en nuestra locura.

Al alejarnos del pueblo, en la mañana, Mará preguntó si me encontraba bien. Me di cuenta que había cruzado muy pocas palabras últimamente con ella y que ella pensaba que yo me encontraba seguramente mal por la muerte de Asufel. Traté de organizar mis pensamientos:

"Lamento que haya muerto, pero murió sabiendo exactamente lo que hacía, salvó una vida. Yo creo que con eso repuso la vida que extinguió. Me alegro por él, me alegro porque creo que finalmente se liberó de su cadenas".

Seguí hablando: "Asufel está muerto, fue carne para tiburón; yo nunca he visto ninguno... Sabéis, me doy cuenta que un tiburón es únicamente otra criatura de la creación, un animal hambriento que en el momento de asesinar a mi hermano solamente buscaba saciar su apetito. En aquel acto no hubo malicia. Matar, destruir sin razón es malicia. Shará podría tragarse veinte tiburones como aquel... ".

De pronto dejé de pensar en voz alta y pregunté a Mará directamente "Mará, no os sentís diminuta ante todo esto? Impotente?" Ella intentó aclarar mi pregunta. "Todo esto? Os referís... ". No la deje continuar "Sí, sí, al destino, al nuestro. No os sentís como una hoja en la corriente".

Ella contestó: "Qué teméis Sirel. No estáis solo. Estoy yo, y está Ben. Bénedor me decía 'No intentéis llevar todo sobre vuestros hombros, eso sí os agobiará. Si estáis en la corriente será porque ella te llevará a donde pertenecéis. Tú no la conduces, Podéis tratar de ir con ella o contra ella. Si vais con ella seréis parte de ella; si vais en contra de ella sólo sentiréis vértigo. Además tened presente que la corriente es para ti, no eres tú para la corriente'. Te lo decía también a ti?"

Maestro lo había dicho muchas veces, la corriente era el viento: "Mira los árboles jóvenes; sus tallos se doblan al viento, se doblan tanto como el viento sople. Ellos se dejan llevar y el viento los mece, ya para acá, ya para allá. Si el tallo del arbusto fuese rígido, el viento lo arrancaría de raíz y moriría". La idea era la misma, sólo las palabras cambiaban.

El recuerdo de aquello me llenó por completo de nueva fuerza, dio vida a mi cuerpo y aclaró mi mente. Mi final sólo podía se bueno, viviere o muriere. Entonces levanté mi voz al cielo: "Arre, Tarish! Corre! Vuela como el viento!", y agité con ánimo sus bridas. "Bénedor vive de nuevo, Asufel es libre otra vez. Muy pronto Shará moriréis y en el Infierno se soldará tu collar a la cadena como antes!".

Cabalgamos con gran premura, sintiendo la brisa marina sobre en nuestros rostros; los jinetes del Sol y la Luna, hacia un destino de tinieblas con intensión de destruir la criatura de más grande oscuridad.

Más allá de aquel último asentamiento todo rastro de presencia humana desaparecía, a simple vista sólo mar y tierra en soledad, pero siempre, cuando cabalgábamos más despacio, o cuando desmontábamos, la vida se mostraba en infinidad de criaturas; colonias de nerviosos cangrejos que sembraban la playa de diminutas bolitas de arena húmeda; plantas y flores de todos los colores, más allá de la arena desnuda a nuestra izquierda; aves, gaviotas y cormoranes; y delfines, increíbles criaturas, peces con rostros de niños, de piel suave, liza y brillante de color celeste, blanco y gris, nadando saltando, riendo y jugando, como niños.

Una semana después, luego de una larga cabalgata a buen paso aquel día, la playa terminó. Desde aquella mañana la tierra a nuestra izquierda había empezado a levantarse por sobre el nivel del mar, y ahora, al atardecer, el monte se cerraba frente a nosotros, enfrentándose directamente al mar. Allí el agua pulía enormes rocas, chocaba contra ellas con estruendo y se elevaban en el aire, y caía como espuma.

Nos detuvimos y, al cesar totalmente el ruido de los cascos de Dilen y Tarish, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Solamente el murmullo del mar y el sonido del agua contra las rocas rompían el silencio. Este silencio existía aún en el ruido inevitable, este silencio ansiaba el mío con una intensidad verdaderamente perceptible, me contraía el pecho y dificultaba mi respiración.

Mará tomó mi mano entre las suyas. "Qué lugar es éste?" preguntó susurrando. "Es tétrico, no es así?" le dije al oído esforzando una sonrisa y acercando sus manos a mi corazón también amortiguado. Entonces Ben cruzó entre nosotros aleteando fuertemente y asustándonos de muerte. A continuación remontó en el cielo y se perdió detrás de la colina.

Luego de haber cabalgado tanto deseábamos estirar nuestras piernas, así que Mará y yo acordamos dejar descansar los corceles abajo mientras ambos trepábamos por la ladera frente a nosotros para, desde la cumbre, apreciar mejor nuestra situación. La pendiente era escarpada, pero con un poco de esfuerzo podríamos luego a ayudar a Dilen y Tarish a superarla. Ahora, ambos estaban agotados.

Escalamos apoyándonos en las pequeñas salientes de roca, evitando colocar nuestras manos cerca de agujeros entre ellas, aun nuestros guantes no nos protegerían del veneno y los colmillos de una culebra, nuestras botas eran más resistentes. La ascensión fue más difícil que lo que esperábamos, aun así, con un poco más de trabajo alcanzamos la cumbre, Mará primera, yo la seguía unos pasos más atrás. La visión del gigantesco océano desde aquella altura era inigualable. Ya el Sol descendía por debajo del nivel de las densas nubes, lanzando rayos zigzagueantes, sobre las crestas de las diminutas olas, hasta nosotros. El sonido del mar era casi imperceptible, como algo imaginario, como una ilusión de nuestras mentes, la portentosa imagen del agua en movimiento necesitaba la compañía de su respectivo sonido para estar completa.

Dándoles la espalda a Mar y Sol, empezamos a caminar en sentido contrario tratando de descubrir a dónde Ben había ido. Era algo muy peculiar: mientras más caminábamos en aquella dirección menos cosas se distinguían, sólo un pequeño montículo de tierra, y luego nada más.

Saltamos juntos sobre el montículo y al instante el vértigo nos dominó. Más allá no había tierra, no había nada. Mará resbaló y ambos caímos sentados, sujetando polvo entre los dedos, nuestras piernas colgando en el aire. Retrocedimos con nuestras manos hasta una posición más segura sobre el montículo. Poco a poco la tranquilidad retornó a nosotros y aflojamos los inútiles manojos de tierra que tan tenazmente asíamos. Nuestras mente se concentraron en el panorama.

Delante nuestro se encontraba una enorme depresión de tierra, un valle oscuro, limitado por paredes gigantescas, totalmente verticales, pero llenas de salientes puntiagudas. El valle avanzaba hasta el límite de nuestra vista, y en el límite se elevaban otras murallas que lo cercaban en su totalidad. La forma del valle en sí era irregular y quebrada, formando, eso sí, un inmenso espacio interior central cubierto, en el fondo, por densa niebla que impedía ver el suelo, dando la impresión de que éste no existía.

"No os acerquéis más" me decía Mará, sujetándome un brazo, mientras yo me aproximaba un poco al borde, tratando de ver el fondo. Obedeciéndole, regresé a su lado y en voz baja le dije: "Este debe ser el sitio. Su morada". Mirándome con seriedad ella solamente asintió con un gesto. Ahora únicamente debíamos descender por aquellas paredes, buscar al dragón bajo la niebla, esperar que esté dormido, y matarlo, cómo?, todavía yo no lo sabía.

De pronto, un viento helado empezó a soplar desde el valle hacia nosotros, creciendo por momentos y obligándonos a incorporarnos. Luego, el viento aminoró; y, por debajo de nosotros, se alzó lentamente el horripilante rostro de Shará. Sus ojos, rojo encendido, cada uno del tamaño de una rueda de carroza, se clavaron directamente sobre ambos cual filosas dagas. Las llamas del infierno bailaban dentro de sus pupilas, llenas de odio y maldad. Su aliento nos asfixiaba, el olor a aceite de piedra quemado invadió todo el ambiente.

Ambos desenvainamos instintivamente cuadrándonos para la confrontación, pero entonces el dragón tomó una bocanada de aire, y expulsó una envolvente llamarada sobre nosotros. En aquel diminuto intervalo entre su inhalación y su exhalación, no puede más que saltar sobre él y asirme de su oreja. Mientras, él blandía la cabeza de un lado a lado manteniendo la llama para calcinar todo el espacio que ocupábamos y los alrededores. Entre el humo negro que se levantó del polvo fundido, solamente quedaba la capa de Mará tendida en el suelo.

Shará empezó a sacudirse en el aire, tratando de librarse de mí, mas en aquel instante, la sensación de haber perdido mi amada para siempre me llenó de cólera, y me hizo olvidar el peligro. Sosteniéndome con ambas piernas, sujeté la caña de bambú por la mitad y la froté entre mis manos, liberando a través de ellas toda mi furia, y la enterré en uno de los ojos de la bestia. Grandes trozos de rubí saltaron por los aires, mientras el monstruo chillaba en agonía y el eco de su grito retumbaba en cada pared de roca en el valle. Luego se retorció y sacudió con tanta violencia que fui lanzado al aire y empecé a caer.

Mientras giraba en todas direcciones, dominado por el pánico, escuché un grito: "No, Sirel, mi vida!". Me volteé en la dirección del sonido, y la vi por un fugaz instante. La vi ponerse de pie sobre el montículo, utilizando un brazo para descubrir su cuerpo de la mágica protección de aquella capa amarilla y sujetando su cimitarra con el otro. Puede ver sus ojos que me miraban con inmensa tristeza; y luego, no la pude ver más.

Caía todavía, y la capa de niebla se acercaba como una espada que debería eludir. Entonces pensé que Mará no querría verme morir indigno: así que luché por calmarme y recuperar el equilibrio. Respiré muy profundo, y estiré mi cuerpo sosteniendo mi sacón con ambas manos y extendiéndolo sobre mi espalda. Ninguno de mis esfuerzos influía en la evolución de mi movimiento; pero, de alguna manera, me hacía sentir menos miedo, menos vértigo. Me sentía en una postura digna para una muerte fulminante. En un instante, me sentí totalmente libre, desligado de toda fuerza en el mundo, fascinado con la cantidad acumulada de rapidez que mi cuerpo poseía; al siguiente, me sentí totalmente infeliz, pensé en Mará, y en la "diligencia inconclusa". Sonreí, y luego gemí.

Cruce la espesa niebla, esperando sentir de inmediato un dolor seco, general, insoportable. No pude contenerme y encogí mi cuerpo, sentí chocar contra algo fuertemente, pero no era sólido, era muy espeso. Perdí el aliento, y todos mis miembros me reportaban dolor; pero sumergido en esta melaza, no podía respirar, y eso era más apremiante ahora.

Salí a la superficie de una gran piscina de alquitrán. Bregué por la orilla y luego gateé unos pocos pasos. Allí me limpié mejor la cara con la mano que menos me dolía y luego perdí el conocimiento.

Recobré la conciencia muy lentamente, y mientras mi mente se abría a aquella realidad de oscuridades perdí totalmente la esperanza de que todo eso hubiese sido un mal sueño. Lentamente confirmé mi primera impresión de que estaba en posición invertida, boca abajo, sujetado fuertemente por gruesas cuerdas o algo aún más áspero. Estaba inmóvil. Mi cabeza me dolía terriblemente y mis pies y manos estaban helados.

Miré mis alrededores. A un par de pasos quedaban, marcando el lugar, las huellas donde me había tendido. Todo el entorno era lóbrego y denso. La tierra era negra y la vegetación que sobre ella crecía era extraña y hostil, las hojas de la maleza eran, en general, dentadas y puntiagudas. Los árboles tenían ramas grises, bifurcadas y retorcidas desde la base, no existía tronco común, sólo un nodo a la altura del suelo, y nuevamente serpentíneas raíces que se enterraban sólo parcialmente; raíces y ramas se confundían unas con otras. Las hojas eran muy grandes, negras, apenas verdes, sin fibra, como algas gelatinosas.

Levanté mi cabeza con esfuerzo y miré mi cuerpo totalmente enredado entre las ramas de uno de aquellos arbustos; sus hojas se adherían a mi ropa, mis botas, mis manos, y absorbían ávidamente todo el aceite negro que las cubría. Otra vez temí, pensando que tal vez, luego, a esta criatura le apetecería mi jugosa carne, me vi desangrado como una pasa, e imaginé mi esqueleto confundido entre las ramas, negro como todo, formando parte, absorbido, encajado en aquellas gruesas ramas. Fue este pensamiento el que me pareció el colmo de la ridiculez y me quitó todo temor. Cómo el caballero de la Luna, el señor, amo de todo un bosque, podría morir presa de una planta? Luego pensé en la planta y clamé: "Está bien, soltadme ahora!" y de inmediato el árbol aflojó mis ligaduras y caí suavemente al piso.

La sangre comenzó nuevamente a recorrer mis piernas envolviéndolas en una placentera sensación de calor; pero también empezó a fluir abundantemente por una herida grande en mi muslo derecho. Arranqué una tira de mi saco y la até lo mejor que pude. Envolví otra tira en una gruesa rama que recogí del suelo y la encendí chasqueando mis dedos, haciendo saltar chispas entre ellos. Todos sabemos un poco de magia.

Sin saber bien por qué, me levanté y empecé a caminar por el sendero más fácil, a través de la maleza que rasgaba mis ropas. Luego escuché algo y me detuve; lo escuché otra vez. Era el inconfundible canto de un búho. "Ben! Ben! Aquí, estoy aquí!". Grité varias veces y luego hice silencio. De pronto, entre la espesura apareció el búho, su plumaje blanco contrastando fuertemente con los alrededores. Se posó en una rama frente a mí, sobre mi cabeza. Miró mis ojos y escuché en voz muy alta "Mirad!". Entonces un torrente de imágenes cruzó por mi mente y se agotó en un instante, luego escuché: "Debo ayudarla!" e impulsándose sobre la rama se perdió entre el follaje nuevamente.

La cascada de visiones fue tan horrible y súbita que quedé mareado y caí de rodillas, mi espíritu reaccionó con un torrente equivalente de emociones que conmovió mi cuerpo en un sensación fulminante de agonía. Luego el dolor se disipó dejándome solo un rezago de melancolía.

Shará tenía prisionera a mi Mará; con una pata sobre ella, entre sus garras la sujetaba, impidiéndole todo movimiento. Shará voló hasta su cubil, tuerto y herido en el otro lado de la cara, una marca le nacía en el orificio de la nariz y le recorría el hocico. Voló hasta su guarida con Mará apresada; la lanzó en la tierra y la cubrió con su garra, presionándola, asfixiándola, jugando con ella sin matarla, como con un insecto; y esperando que durmiese, que quedase inconsciente para jugar entonces con su alma.

Y yo, en contra de todos mis deseos, debía correr, llegar a un sitio en la dirección opuesta. Ben me lo había mostrado, una gran entrada cubierta por una gran roca, una gran cueva, en la pared del valle. Era preciso, necesario. Debía confiar en Maestro, debía cerrar mi corazón, amordazarlo para no oír sus súplicas que me llamaban a correr al cubil para salvar a Mará. En cambio, un pequeño búho blanco iba a intentar el rescate. Me incorporé y, cerrando los ojos, me di un golpe en el pecho haciendo prevalecer mi fe antes que mi pasión y corrí, con la antorcha en la mano, alumbrándome, hacia el portal.

No sé cómo pude encontrar mi camino en aquel laberinto de vegetación, entre la bruma y las trampas de alquitrán. Las hojas punzantes desgarraban la tela que me vestía, dejando agujeros por los que rozaban puntas y ramas que cortaban y envenenaban mi piel. No sé cómo puede dar tantos y tantos pasos con mi pierna y todo mi cuerpo en dolor y mi corazón clamando por dar la vuelta. No sé cómo pude trepar por la escarpada pared hasta el amplio borde, justo sobre la niebla. No sé; pero finalmente estaba delante de la gran roca, diez veces mi altura y mil veces mi peso, cubriendo la entrada que debía pasar.

Esta vez ya no me intimidé, esta vez sentía toda la fuerza de la corriente respaldándome. Toda la fuerza dispuesta a obedecer mis deseos. De pie frente a la roca, sucio y harapiento, cerré los ojos y levanté lentamente los brazos, la antorcha, respirando muy profundamente. Sentí que todo el aire de la Tierra entraba en mí; no terminaba de colmarme y un cosquilleo me recorría el cuerpo aliviando mis dolores y curando mis heridas.

Aquella fue una verdadera inspiración: pude ver lo que había pasado y pasaba al otro lado del valle, tan claro, más claro aun que si hubiese estado allí. Vi a Bénedor delante del dragón que levantaba la cabeza y el largo pescuezo, inhalando y abriendo la boca en toda su extensión. Vi al pequeño búho disparándose en picada hacia aquella boca, y dentro; y al dragón confundido cerrar las mandíbulas haciendo tronar los dientes; y, atorado, empezar a toser cúmulos de humo, y blandir su largo cuello, y agitar el cuerpo, olvidándose de Mará que escapaba de allí inadvertida.

Vi a Shará, atacado desde su interior, vomitar sangre negra que se le escapaba por la abertura del hocico; y luego, le vi componerse, y respirar nuevamente, y abrir la boca y expandir el gaznate, y lanzar una bocanada de fuego al cielo; y en medio de ella, una mancha negra que se evaporaba. Vi a Shará furioso, buscando con su ojo bueno su presa perdida, aplastando bajo sus patas el terreno y los árboles, frenético. Mientras Mará se escabullía fuera de su alcance.

Exhalé todo el aire que había inhalado y las visiones desaparecieron. Me concentré en el portal de roca y declaré: "Ha llegado el día... Ábrete!!", sintiendo aquella fuerza emanar controlada a través de mi voz. La roca se fue hundiendo bajo su peso en la misma roca de su base; y reveló frente a mí una montaña de perlas blancas escondida en las tinieblas: el tesoro del dragón.

Con la sola luz de mi antorcha y la penumbra, las perlas empezaron a derretirse y evaporarse por cientos. La emanación de aquel sutilísimo vapor me acarició mientras subía al cielo, donde pertenecía, al fin libre.

Caminé hacia el filo de la roca emergiendo de la cascada blanca ascendente, y miré abajo la mar de niebla arremolinándose lenta sobre la punta de los sobresalientes picos de obsidiana. A lo lejos, frente a mí, se formaba un agujero de colosales dimensiones, una mancha oscura y vacía rodeada de niebla. Ahora la mancha vacía era atravesada por una saeta aún más negra. El dragón remontaba la niebla y permanecía suspendido en el aire agotando su último impulso y girando sobre su cuerpo en mi dirección. La bestia agitó sus largas alas con fuerza terrible alineado su inmensa mole para darme encuentro. Mil veces más rápido que una flecha, mil veces más letal.

Shará surcaba sobre el océano de niebla, agitándolo, revolviéndolo; su tesoro se estaba desvaneciendo. El jinete de la Luna le esperaba desarmado. Ni aún entonces temí, ni aun entonces. Levanté nuevamente los brazos y los crucé sobre mi pecho apretando los puños y susurré: "Muera la Muerte". Por detrás del más alto de los obeliscos de roca se incorporó una silueta encapotada luciendo una resplandeciente cota de oro sobre su pecho y empuñando una larga hoja curva. Shará no tuvo manera ni tiempo de rehuir el ataque.

Mará, levantando su sable por todo lo alto, esperó el instante justo en el que Shará cruzaba aquel punto, poseída también de 'la fuerza' le separó la cabeza del cuerpo como quien parte un tronco con un hacha en un corte oblicuo; y en un giro completo de su cuerpo, aprovechando el tremendo impulso del cuerpo decapitado, hendió la cimitarra en la boca de la garganta descubierta asiéndola tenazmente mientras el vientre se deslizaba dividido a ambos lados del acero.

La cabeza del monstruo se hundió en la bruma, mas el cuerpo continuó desplazándose en el aire derramando tras de sí una lluvia de pequeños cantos negros que también penetraban en el vaporoso manto y se perdían para siempre.

El bólido de carne y alas finalmente fue a estrellarse furiosamente contra la muralla de roca justo debajo de donde me encontraba haciendo estremecer toda la tierra; resquebrajando la pared de roca; cuarteándola a través de la caverna detrás de mí; rajándola desde su base hasta su cima. Finalmente la mole cayó al suelo en un segundo temblor.

Rodilla en tierra busqué con la mirada el pico que Mará había encumbrado, pero no la pude encontrar. Reuniendo toda la serenidad en mí, me senté sobre mis pantorrillas en el filo de la roca; coloqué mis manos sobre mis muslos y cerré mis ojos. Empecé a respirar suave, acompasadamente, el aire que traía ahora una brisa leve que fluía esquivando mi cuerpo, para filtrarse por la grieta en la muralla, produciendo un muy delicado silbido grave.

Sentado así, dirigí toda mi atención, toda mi percepción interna a mi amada. Mi alma clamaba por tocar, sentir, unirse con la de Mará. Deseaba yo estar junto a ella, alrededor de ella; y sentado así, todo esto me pareció probable... luego posible... y finalmente real. Percibía lo que ella percibía, no con sus cinco sentidos, sino más bien con su conciencia más profunda.

Los objetos de su pensamiento no eran imágenes, sus sentimientos no eran sensaciones; sentimientos y pensamientos eran la misma cosa intangible, abstracta e inmensamente hermosa por simple y perfecta. Estaba a oscuras en su interior. Ella estaba apresurada, anhelante, alerta, pero no preocupada. Cada vez que tropezaba yo lo sentía; sentía su agotamiento, pero no sentía en absoluto rendición. Ahora caminaba con paso rápido con gran prosa y determinación. Ahora corría con ritmo. Ahora su corazón se agitaba llenándose de expectativa; debía estar acercándose. De pronto hubo una explosión: sorpresa y felicidad. Pensé: "Gracias Padre por haberla traído a salvo" y retorné lentamente a mi consciencia.

Desperté escuchando "Mi vida, estáis bien?". Mará estaba detrás de mí; sentía su mano sobre mi hombro. "En verdad así es, en verdad me siento bien." contesté aún de rodillas, levantando mis manos para sostener la de ella. Me ayudó a incorporarme; y luego, dejando caer de sus manos un broquel verde, una escama del cuello del dragón, Mará me dio un gran abrazo y yo la abracé también y pude sentir su calor, y su corazón latir y lloré de alegría; entonces toque sus labios con los míos y el beso se extendió fácilmente en el tiempo hasta el amanecer.

La luz nos sorprendió aún entrelazados y nos separó. El agua de la nueva marea alta se filtraba ruidosamente por la grieta bajo nuestros pies e inundaba todo el valle. La niebla, por tantos años inmutable, se disipaba y desvanecía. La magnificente fuerza del agua de mar amenazaba con procurarse una entrada más amplia y hasta ahora nos percatábamos del peligro.

Recogimos la escama-escudo y corrimos dentro de la curva partida buscando una salida. El torrentoso rugir del agua hacía estremecer los cimientos de la caverna. Finalmente, por una estrecha abertura logramos escapar a un costado de la ladera rocosa frente al océano y luego llegar a la playa con Dilen y Tarish que corrían en círculo y relinchaban francamente aliviados con nuestra aparición. Los montamos y nos alejamos velozmente. Detrás de nosotros, la parte más saliente de la colina se desmoronó hundiéndose entre la arena floja en una avalancha hacia el valle y abriendo un gran desfiladero por donde el agua del océano se volcó libre hacia el interior formando así un gran lago.

Con los años aquel lago se pobló de peces, y sus murallas se vistieron de verde vivo y hasta de flores de colores intensos, y los crustáceos formaron colonias en las hendiduras de la roca. Pocas personas llegaron a saber de aquel lugar tan oculto y tan hermoso. Pero para todo esto realmente pasaron muchos años.

Nosotros recorrimos todo el camino de vuelta, por la playa, el desierto, las llanuras y los bosques hasta llegar al mío, hasta llegar a mi cabaña; esta vez sí, Mará aceptó pasar la noche hospedada. Aquella tarde visitamos las tumbas de Asufel y Bénedor y oramos por ellos; limpiamos el lugar y lo adornamos. Pero un par de días después nos pusimos en marcha nuevamente hacia el castillo del rey, y al llegar al portal de hierro Mará levantó su voz y dijo: "Abrid, que la hija del rey a vuelto, y con victoria. La hazaña que no podía ser hecha, Yo la he logrado: Shará, la Muerte, a muerto al fin".

El puente fue descendido y la reja levantada. El rey mismo salió a darnos el encuentro y colmó de besos a su hija. Luego el cantar de trompetas se escuchó en toda la comarca y se organizó un gran banquete. Allí, Mará relató la manera como habíamos derrotado al dragón y presentó como prueba concluyente el verde escama-escudo, dejando perplejos a todos, aniquilando toda incredulidad.

Nadie desaprobó que hubiesen sido una mujer y un plebeyo los que terminaron con aquel terror viviente. Todos, en realidad, nos admiraban y agradecían abundantemente que nos hayamos deshecho del monstruo. El propio rey nos nombró: dama y caballero respectivamente y así anunció en forma tácita la aprobación de nuestra unión. Trovadores y poetas escribieron baldas contando como la princesa, la dama vestida de capa, Mará, cortó la garganta a la bestia, la plaga, la muerte encarnada, Shará.

Aun así, tampoco aquí permanecimos mucho tiempo. Con la venia del su majestad, y muy a pesar suyo, pocas semanas después de nuestra llegada, Mará y yo partimos otra vez sin que nadie supiera cual era nuestra dirección. Ni siquiera nosotros la sabíamos, pero eventualmente tuvimos muchas.

Viajamos mucho, vimos y escuchamos mucho; y finalmente encontramos un lugar que nos pedía quedarnos con tanta fuerza que no pudimos resistirnos, era un castillo y un pueblo apartados del resto del mundo. Un sitio un tanto extraño, en el que la gente es sobradamente amigable y obsequia pequeñas estatuas de madera a sus visitantes. El castillo tiene un gran ventanal con una flor blanca grabada en él. También tiene una gran chimenea.


Autor: Daniel Ajoy

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